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martes, 28 de febrero de 2012

“Colgados del ordenador”, de Màrius Carol

            Internet forma parte del mundo, pero no es exactamente el mundo. Como si emularan a Alicia ante el espejo, diariamente los jóvenes se sumergen en la pantalla del ordenador y navegan por su propio país de las maravillas. Igual que le sucede a la protagonista del cuento de Lewis Carroll, a veces la realidad y la virtualidad se confunden y eso puede acabar como en el diálogo entre la oruga y Alicia, cuando el gusano le pregunta quién es y la muchacha responde que ya no lo sabe. Eso parece deducirse del estudio Outlook Teens 2010, donde se advierte que los jóvenes pasan la mayor parte del tiempo ante una pantalla y apenas dedican el 10% de su jornada a relacionarse con sus familiares adultos, cuando en la década de los ochenta este porcentaje era tres veces superior. El mismo informe adelanta que en los próximos años los adolescentes sólo compartirán el 5% de su tiempo con sus familiares, aunque pasarán más rato en el hogar, porque no necesitarán salir para relacionarse ni para trabajar, gracias a la tecnología. El estudio señala que el 68% de los chicos y chicas entre 12 y 19 años se comunica por correo electrónico y frecuenta redes sociales, y que el 38% ve la televisión por Internet, y concluye que el ocio de esta generación es básicamente tecnológico. El 92% dispone también de un teléfono móvil.
            Este trabajo se ha conocido poco después de que otra investigación alertara de que el joven norteamericano pasa una media diaria de siete horas y 38 minutos conectado al ordenador, manejando videojuegos o viendo la televisión. La investigación es concluyente cuando denuncia que esta gran cantidad de horas que pasan los adolescentes ante las pantallas son el resultado de la falta de control que sobre ellos ejercen los padres, pues sólo tres de cada diez de los jóvenes encuestados reconoció que sus padres les marcaban unas normas sobre su uso.
            La tecnología puede ser una aliada o una enemiga para cualquier sociedad. En Estados Unidos, la hacen responsable incluso de la obesidad en los adolescentes, porque los vuelve sedentarios. Pero lo grave es que su uso sin control deteriora las relaciones familiares, restringe el trato interpersonal directo y arrincona la lectura de libros en unos años básicos para la formación de valores. Para los jóvenes, estar colgados de la pantalla resulta un mal negocio, y no es recomendable que nuestros hijos acaben un día diciendo como Alicia a la oruga: “No puede explicar con más claridad quién soy, porque tampoco lo entiendo yo”. 
(Màrius Carol, La Vanguardia, 7 de abril de 2010)

lunes, 6 de febrero de 2012

"Aborto y fariseísmo", de Juan Manuel de Prada


            Según un estudio pergeñado por una asocia­ción de abortorios, de las 36.718 mujeres que acudieron en solicitud de sus servicios des­de julio de 2010 a octubre de 2011, solo 151 eran menores de edad que lo hacían sin conocimien­to paterno. Puesto que tal asociación de abortorios emplea estos datos para denunciar que «ese colecti­vo muy pequeño» (¡tan pequeño que solo alcanza el 0,41%!) se hallará «indefenso» tras una hipotética re­forma de la ley que obligue a las menores que deseen abortar a hacerlo con el consentimiento de sus pa­dres, hemos de concluir que los datos no están falsea­dos; o siquiera que no han sido rebajados. La reali­dad es que el número de menores que abortan sin el consentimiento de sus padres es diminuto, compara­do con las cifras apabullantes de abortos registradas en los últimos años. Y presentar una reforma de la ac­tual legislación en la que se exija a las menores el con­sentimiento paterno como un «refuerzo de la protec­ción del derecho a la vida» se nos antoja, en el mejor de los casos, una hipérbole; aunque más exacto sería calificarla de chiste cínico.
            Se trataría de una reforma que afectaría al 0,41% de las mujeres que abortan; y que ni siquiera asegura­ría que ese porcentaje ínfimo renunciase a abortar: algunas de esas menores se resignarían a contárselo a sus padres (y no es inverosímil que, para su sorpresa, les otorgasen el beneplácito); otras abortarían clandestinamente, o en el extranjero. Una reforma de estas características, en fin, no serviría para nada, salvo para tranquilizar las conciencias farisaicas. En cambio, contribuirá paradójicamente a reforzar la consideración del aborto como un acto de mera dis­posición de la voluntad. Pues, ¿cuál es el mensaje que se desliza a la sociedad cuando se exige que una mujer menor de edad, para abortar, deba contar con el consentimiento paterno? Tan solo que, para abor­tar, es preciso tener capacidad legal, lo mismo que para contraer obligaciones o ejercitar ciertos dere­chos civiles; y que, cumplido el requisito de la edad (o subsanado por el consentimiento paterno), abortar es un puro acto de la voluntad, fruto de la autonomía personal, como casarse o comprar un piso. Es decir, que la madre tiene un derecho de disposición absolu­ta —«derecho a decidir»— sobre la vida que se gesta en su vientre, de la que se erige en propietaria.
            Siempre nos pareció que la introducción en la vi­gente ley de aquella chocante especificación que per­mitía abortar a las menores sin consentimiento pa­terno era una trampa que solo beneficiaba a los fari­seos que se niegan a enjuiciar objetivamente la naturaleza del aborto. Que una menor de edad pueda o no abortar sin el consentimiento de sus padres es un he­cho irrelevante ante lo que en realidad se sustancia cada vez que se perpetra un aborto, que no es sino la eliminación de una vida gestante: y el estatuto de esa vida gestante es el mismo, con independencia de la edad de su madre, y desde luego del consentimiento de sus abuelos. A la postre, se demuestra que quie­nes introdujeron aquella chocante especificación —lo mismo que quienes ahora pretenden expulsar­la— lo hicieron sabiendo que de este modo contri­buían a eclipsar nuestro juicio ético, que renuncia a enjuiciar la naturaleza del acto en sí a cambio de esta­blecer requisitos de capacidad legal en la mujer que lo perpetra. En el fondo, esta solución farisaica es la consecuencia inevitable del error primordial (en el cual ha incurrido, incluso, cierta retórica antia­bortista) de considerar el aborto una «tragedia para la mujer que aborta», en lugar de presentarlo, sin ade­rezos sentimentaloides, como lo que sustantivamen­te es: un crimen contra la vida más inerme.

(Juan Manuel de Prada, ABC, 28 de enero de 2012)