Cuando yo era pequeña, la Navidad
empezaba el 22 de diciembre. El día de la lotería nos daban las vacaciones, y
como al día siguiente no había clase, por la tarde nos íbamos al centro a ver
las luces. Este año, ya llevan puestas casi un mes, y falta otro para que salga
el gordo. El espectáculo de los esqueletos de acero repletos de bombillas
apagadas que corona todas las perspectivas, me produce una misteriosa melancolía.
No suelo añorar el país de mi infancia y, sin embargo, aquello era Navidad.
Esto no sé lo qué es.
Un
signo de la era del consumo, supongo. Un indicio de prosperidad material, que
sobrevive al rigor de la que hace un año iba a ser la peor crisis de la
historia y ahora vaya usted a saber, porque nunca, que yo recuerde, los expertos
han sido menos expertos, ni han sembrado tanto desconcierto. Una devaluación
de la espiritualidad, claman quienes defienden que el espíritu humano no
alienta fuera de los muros de los templos. Seguramente tienen razón, pero
resulta paradójico que en una sociedad cada día más pagana -lo dicen ellos mismos,
al proclamar que España se ha convertido en tierra de misiones-, una fiesta de
origen religioso se dilate hasta dominar todo un trimestre de trivialidades.
Eso,
la sensación de que navegamos sobre una cascara, es lo más inquietante del
virus navideño que desata cada año una epidemia más precoz que la anterior. La
Navidad ha dejado de ser un compromiso de los católicos para convertirse en una
pesadilla universal, una condena perpetua al villancico de la que, desde
mediados de octubre, nadie puede escapar. Y, digo yo, si ya somos paganos, ¿no
podríamos volver a la austeridad de cuando éramos creyentes? Lo que nos
ahorráramos en diseñadores y cabalgatas podría reforzar el gasto social del
Estado, mientras los expertos se ponen de acuerdo en el porvenir de la crisis
económica.
Almudena Grandes, El País, 23 de noviembre de 2009