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lunes, 6 de febrero de 2012

"Aborto y fariseísmo", de Juan Manuel de Prada


            Según un estudio pergeñado por una asocia­ción de abortorios, de las 36.718 mujeres que acudieron en solicitud de sus servicios des­de julio de 2010 a octubre de 2011, solo 151 eran menores de edad que lo hacían sin conocimien­to paterno. Puesto que tal asociación de abortorios emplea estos datos para denunciar que «ese colecti­vo muy pequeño» (¡tan pequeño que solo alcanza el 0,41%!) se hallará «indefenso» tras una hipotética re­forma de la ley que obligue a las menores que deseen abortar a hacerlo con el consentimiento de sus pa­dres, hemos de concluir que los datos no están falsea­dos; o siquiera que no han sido rebajados. La reali­dad es que el número de menores que abortan sin el consentimiento de sus padres es diminuto, compara­do con las cifras apabullantes de abortos registradas en los últimos años. Y presentar una reforma de la ac­tual legislación en la que se exija a las menores el con­sentimiento paterno como un «refuerzo de la protec­ción del derecho a la vida» se nos antoja, en el mejor de los casos, una hipérbole; aunque más exacto sería calificarla de chiste cínico.
            Se trataría de una reforma que afectaría al 0,41% de las mujeres que abortan; y que ni siquiera asegura­ría que ese porcentaje ínfimo renunciase a abortar: algunas de esas menores se resignarían a contárselo a sus padres (y no es inverosímil que, para su sorpresa, les otorgasen el beneplácito); otras abortarían clandestinamente, o en el extranjero. Una reforma de estas características, en fin, no serviría para nada, salvo para tranquilizar las conciencias farisaicas. En cambio, contribuirá paradójicamente a reforzar la consideración del aborto como un acto de mera dis­posición de la voluntad. Pues, ¿cuál es el mensaje que se desliza a la sociedad cuando se exige que una mujer menor de edad, para abortar, deba contar con el consentimiento paterno? Tan solo que, para abor­tar, es preciso tener capacidad legal, lo mismo que para contraer obligaciones o ejercitar ciertos dere­chos civiles; y que, cumplido el requisito de la edad (o subsanado por el consentimiento paterno), abortar es un puro acto de la voluntad, fruto de la autonomía personal, como casarse o comprar un piso. Es decir, que la madre tiene un derecho de disposición absolu­ta —«derecho a decidir»— sobre la vida que se gesta en su vientre, de la que se erige en propietaria.
            Siempre nos pareció que la introducción en la vi­gente ley de aquella chocante especificación que per­mitía abortar a las menores sin consentimiento pa­terno era una trampa que solo beneficiaba a los fari­seos que se niegan a enjuiciar objetivamente la naturaleza del aborto. Que una menor de edad pueda o no abortar sin el consentimiento de sus padres es un he­cho irrelevante ante lo que en realidad se sustancia cada vez que se perpetra un aborto, que no es sino la eliminación de una vida gestante: y el estatuto de esa vida gestante es el mismo, con independencia de la edad de su madre, y desde luego del consentimiento de sus abuelos. A la postre, se demuestra que quie­nes introdujeron aquella chocante especificación —lo mismo que quienes ahora pretenden expulsar­la— lo hicieron sabiendo que de este modo contri­buían a eclipsar nuestro juicio ético, que renuncia a enjuiciar la naturaleza del acto en sí a cambio de esta­blecer requisitos de capacidad legal en la mujer que lo perpetra. En el fondo, esta solución farisaica es la consecuencia inevitable del error primordial (en el cual ha incurrido, incluso, cierta retórica antia­bortista) de considerar el aborto una «tragedia para la mujer que aborta», en lugar de presentarlo, sin ade­rezos sentimentaloides, como lo que sustantivamen­te es: un crimen contra la vida más inerme.

(Juan Manuel de Prada, ABC, 28 de enero de 2012)

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