No
llegan ya los dedos de las manos para contar los muertos en la valla fronteriza
del Tarajal de Ceuta y es probable que haya más víctimas en el cementerio de lo
invisible. Mientras se producía la tragedia en las alambradas del Sur, se reunían
en Cracovia los ministros de Interior de los seis países más poderosos de la
Unión Europea. El de España, entre ellos. Leo y releo el despacho de agencia
que da cuenta de los resultados de la cita, convocada para reforzar las
fronteras europeas, "con el objetivo de mejorar la lucha contra el
terrorismo internacional, la inmigración irregular y la delincuencia
organizada". No acabo de entender qué pinta ahí la inmigración, emparedada
entre el terrorismo y la delincuencia. No es un detalle formal, de redacción de
la noticia. Las declaraciones de los ministros van en esa línea, metiendo todo
en un mismo saco. Lo único que tiene en común un inmigrante con un terrorista o
un mafioso es el ser tratado, cada vez más, como un asunto de policía. La
inmigración no es el problema. El problema está en la política mugrienta que
ofrece a la opinión malhumorada un churrasco de miedo con la especie picante de
una "avalancha" africana. El miedo de verdad es el menú que come el
inmigrante. Esas personas no pueden seguir siendo tratadas como alimañas al
acecho. Muchas ya están marcadas por las cicatrices de las concertinas que
coronan la empalizada. Para el Imperio Romano, Júpiter Término era el dios de
las fronteras al que se rendía culto con sangre. La Unión Europea es la
principal vendedora de armas a los países africanos y muchos inmigrantes huyen
de regímenes o de facciones que utilizan esas armas. Mientras, se han eliminado
gran parte de los proyectos de cooperación. Los inmigrantes no son un peligro.
En su maleta vacía traen la materia prima que más necesita Europa: agallas y
esperanza.
Manuel Rivas, El País,
8 de febrero de 2014