El
diario StartTribune de Minneapolis informaba hace unos días de una
singular iniciativa puesta en marcha el verano pasado en la estación de
ferrocarril de Lake Street: programar música clásica por megafonía para
combatir la mala vida que allí se daba cita y de la que habían alertado los
vecinos. Tras leer el titular, me excité de inmediato con este nuevo poder
benéfico de la obra de los grandes maestros que desconocía y recordé que ya
Alessandro Baricco, en un ensayo publicado hace unos años, había ponderado las
extraordinarias virtudes de este tipo de música en las vacas de Wisconsin, las
cuales aumentaban considerablemente su producción de leche si en el establo les
era dado escuchar las obras inmortales de Bach, Mozart o Beethoven, según había
podido constatar un sesudo estudio científico.
Pero
leyendo el cuerpo de la noticia del diario de Minneapolis fui desengañándome
tan pronto como me había exaltado el titular. Resulta que el experimento de la
estación se basa en una teoría que nada tiene que ver con la bondad intrínseca
del arte de los sonidos, sino con la idea bastante más ruin de que los
malhechores habituales no la soportan y tienden a poner pies en polvorosa de
allí donde la escuchan.
Paparruchas,
me dije. Pues bien, quizás no tanto. Otras ciudades, como Atlanta o Toronto,
realizaron la misma prueba en lugares muy transitados, al parecer con buenos
resultados. Una experiencia piloto similar fue realizada en 2003 en algunas
estaciones del metro de Londres, y los informes posteriores constataron que los
robos habían descendido un tercio y los actos de vandalismo un 37%, en un
periodo de 18 meses. Según algunos analistas, la razón de este cambio de
comportamiento se hallaría en una inversión de la “teoría de las ventanas
rotas” que formuló el sociólogo urbano George L. Kelling, según la cual una
ventana rota y no reparada en un edificio actúa como reclamo para que otros
bárbaros acudan a romper las ventanas todavía intactas y a partir de ahí a
practicar todo tipo de desmanes en una vertiginosa espiral de incivilización.
Por movimiento contrario, el orden que inspiraría, por poner el ejemplo mayor,
la Novena de Beethoven tendería a actuar como elemento disuasorio en este tipo
individuos descentrados. Eso, claro, si se prescinde de La naranja mecánica, donde Anthony Burgess (en la novela) y Stanley
Kubrick (en la película) preconizaban justo lo opuesto: la inmortal página del
maestro de Bonn inducía a la siniestra banda a cometer sus peores fechorías…
Sea
como fuere, la culta medida adoptada en Minneapolis forma parte de un conjunto
de iniciativas que pretenden hacer de su estación de trenes un lugar más
vivible y seguro. Entre estas medidas se encuentra mejorar la iluminación,
instalar cámaras de seguridad y aumentar la presencia policial, especialmente
al atardecer. Que todo ello se produzca acompañado por buena música, no se sabe
con certeza qué efectos puede tener, pero es seguro que mejora el humor de los
viajeros. Y si encima ahuyenta a carteristas, violadores y otros psicópatas,
entonces miel sobre hojuelas.
Agustí Fancelli, El
País.com, 21 de febrero de 2012
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